Encuadran la imagen tres pares de extremidades inferiores humanas -no he querido decir con raciocinio- que toman con prisa y descaro direcciones muy diversas; eso sí, cumplen a rajatabla el letrero imaginario que musitan mis labios cada vez que tropiezan con escenas de barbarie incívica como la que traigo a colación.
Está demostrado que estos tres no pisan, pero otros cientos poco antes lo hicieron, así como otros más liberaron sus manos ruines y faltas del mínimo decoro al dejar caer sobre el asfalto urbano -y común de todos los valencianos- restos de su personalidad y de su vileza en forma de latas, plásticos y papeles que guardaban en su interior calorías y múltiples aditivos para calmar los instantes previos a los truenos diarios de fiesta fallera que les convocan.
Ni que decir -siento reconocerlo- que así estaba toda la plaza y adyacentes, que ocurre todos los días y no solamente en el centro de la ciudad. Ya no se trata del gasto en impuestos municipales que cuesta adecentar los espacios comunes, más bien lamento que no haya conciencia cívica más allá de unos pocos ciudadanos normales, sin pretender hallar en el entorno modelos urbanos cuyas bases de convivencia nadie se atreva a pisar.